Este verano no he llevado solo cuadernos, ni materiales, ni libros pedagógicos. He llevado otra cosa más: tiempo. Tiempo para sentarme en un banco y mirar. Para escuchar conversaciones que no iban dirigidas a mí. Para seguir con la vista a un grupo que construía un castillo de arena como si estuviera levantando una ciudad.
Al observar con calma, sin prisa, sin objetivos, he redescubierto algo que a veces olvidamos cuando estamos atrapados en las programaciones: los niños ya saben muchas de las cosas que queremos enseñarles. Saben organizarse, resolver, acoger, inventar, persistir y enseñar… si les dejamos espacio para hacerlo.
Este verano, la plaza, la pista, la arena y la calle han sido mi aula. Y cada una de esas escenas me ha recordado que educar no siempre es añadir, sino muchas veces quitar: ruido, prisas, órdenes, estructuras innecesarias.
Volver a clase no significa cerrar esa etapa veraniega, sino traerla conmigo. Traer el olor a sal, la luz de la tarde, el eco de una risa que empieza en un rincón y contagia a todo un grupo. Volver bien es recordar que aprender no es solo enseñar bien, sino también mirar bien… y atreverse a aprender de lo que se ve.

1. Playa | Construir juntos sin que nadie mande
Fue una mañana tranquila junto al mar. En la orilla, cuatro niños jugaban sin conocerse de antes. Uno tenía un cubo, otro una pala, y entre todos decidieron levantar un castillo de arena. No lo dijeron así, claro. Simplemente empezó a suceder.
Nadie mandaba. Tampoco hacía falta. Uno traía agua, otro cavaba, otro hacía los muros, y la más pequeña aplanaba la entrada con total concentración. Lo más curioso era cómo, sin instrucciones ni adulto de por medio, se organizaban de manera casi perfecta.
¿Qué me llevo al aula?
A veces, la cooperación surge sin estructuras forzadas. Cuando hay un objetivo compartido, el grupo encuentra su manera de avanzar. En algunas tareas del aula, quizás podríamos dar menos instrucciones y más espacio para que la colaboración emerja sola.
2. Plaza del pueblo | Inventarse una historia con lo que hay
Estaba en una terraza tomando algo con un amigo —también profesor— en la plaza del pueblo donde vive. Charlábamos sobre lo de siempre: el próximo curso, las ganas de desconectar, la ilusión de volver… Y en medio de esa conversación, nos llamó la atención un niño sentado en el suelo, junto a uno de los bancos.
Tenía una piedra, una pinza oxidada y un envoltorio de helado. Con eso construía una historia. Lo veías hablar solo, moverse, usar voces distintas… estaba sumergido en su propio mundo, inventando aventuras sin guion y sin nadie que lo dirigiera.
Mi amigo y yo nos miramos y pensamos lo mismo: eso también era lenguaje, pensamiento narrativo, creación espontánea. Eso también era escuela.
¿Qué me llevo al aula?
El juego simbólico y la narración libre no necesitan grandes recursos. Solo tiempo, libertad y atención. En el aula, hay que dejar espacio para que los niños creen con lo que tienen a mano. A veces, las mejores producciones nacen sin pauta.
3. Parque de juegos | Resolver un conflicto sin adultos
Ese día fui al parque a correr un poco. Hacía calor, pero necesitaba moverme. Mientras estiraba en una esquina, vi a dos niñas discutir por el mismo columpio. La pequeña empujó. La otra protestó. Me preparé para la típica intervención adulta… pero nadie actuó.
Los adultos que estaban allí decidieron no intervenir. Y fue entonces cuando, tras un par de frases tensas, una de las niñas propuso un acuerdo: “Primero tú, luego yo, pero rápido”. Y la otra aceptó. En menos de un minuto, habían resuelto el conflicto.
Sin castigos. Sin sermones. Sin que nadie lo convirtiera en una escena de patio de colegio.
¿Qué me llevo al aula?
No intervenir no es desentenderse. Es confiar en que, si han tenido experiencias previas de resolución, pueden hacerlo solos. En clase, esto se entrena, pero también se permite. Hay que dejarles espacio para equivocarse… y para solucionarlo.
4. Plaza del pueblo (de nuevo) | Saber cambiar de juego a tiempo
Volví a la misma plaza unos días después. Esta vez, más animada, más calurosa. Un grupo de niños jugaba a perseguirse por las esquinas. Al principio se reían, gritaban, corrían sin parar. Pero poco a poco, algo cambió: uno se sentó, otro empezó a andar sin ganas, el ritmo bajó.
Y sin conflicto ni queja, cambiaron de juego. Alguien sacó una pelota. Otro propuso formar equipos. En dos minutos estaban en otra cosa, como si la persecución nunca hubiese existido.
¿Qué me llevo al aula?
Saber cuándo cambiar es una habilidad educativa poco entrenada. Nos apegamos al plan, incluso cuando ya no funciona. Leer el cansancio o el desinterés como una señal —y no como un problema— puede mejorar mucho la dinámica del aula.
5. Calle del pueblo | Incluir sin hacer espectáculo
En una calle tranquila del pueblo donde tengo familia, vi cómo un grupo de niños jugaba con una cuerda. Iban turnándose, sin mucho orden. Entonces apareció un niño nuevo, algo más pequeño. Se quedó mirando desde la acera. No dijo nada.
Uno de los del grupo le lanzó la cuerda sin más. Y ya estaba dentro.
Ni presentaciones. Ni dinámicas. Ni miradas raras. Jugaron juntos, como si ese niño hubiera estado ahí desde el principio.
¿Qué me llevo al aula?
A veces, incluir es tan fácil como hacer sitio sin anunciarlo. No hace falta una dinámica formal si el grupo ya entiende que cualquier persona nueva puede aportar. La inclusión, cuando es real, se hace sin hacer ruido.
6. Paseo marítimo | El poder de un reto propio
Cada mañana salgo a correr por el paseo marítimo. Y cada mañana, veo a los mismos niños construyendo agujeros en la arena. Pero un día, una niña me llamó especialmente la atención. Estaba sola, cavando con una determinación casi obsesiva.
Quería llegar al agua. No porque alguien se lo pidiera. No por competir. Solo porque se había propuesto hacerlo. Cada intento fallido no la desanimaba, al contrario. Y al final, cuando brotó un poco de agua, gritó como si hubiera ganado un campeonato.
¿Qué me llevo al aula?
Los retos autoimpuestos tienen una fuerza increíble. No todos los objetivos tienen que venir del docente. A veces, permitir que los niños escojan su propio “reto” es la mejor manera de activar el aprendizaje profundo.
7. Pistas de Sant Josep Obrer | Enseñar porque sí
Estaba en las pistas del colegio/club Sant Josep Obrer —mi casa profesional y deportiva—. Un adolescente entrenaba tiros libres. A su lado, un niño más pequeño lo miraba, tratando de imitarlo. Se notaba que le fascinaba.
El mayor se dio cuenta. Se acercó, le corrigió la postura, le explicó cómo colocar las manos. Y sin decirlo, se convirtió en su entrenador por un rato. No porque alguien se lo pidiera. No porque fuera su hermano. Solo porque sabía algo y quiso compartirlo.
¿Qué me llevo al aula?
La tutoría entre iguales no siempre necesita estructura. A veces nace del deseo genuino de enseñar lo que uno sabe. Crear espacios en el aula donde eso pueda pasar de forma natural es más valioso que cualquier pareja de “ayuda programada”.
Lo que el verano me recordó (otra vez)
Este verano, la plaza, la pista, la arena y la calle han sido mi aula. Y cada una de esas escenas me ha recordado que educar no siempre es añadir, sino muchas veces quitar: ruido, prisas, órdenes, estructuras innecesarias.
Volver a clase no significa cerrar esa etapa veraniega, sino traerla conmigo. Traer el olor a sal, la luz de la tarde, el eco de una risa que empieza en un rincón y contagia a todo un grupo. Volver bien es recordar que aprender no es solo enseñar bien, sino también mirar bien… y atreverse a aprender de lo que se ve.
Tolo Berrocal